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sábado, 27 de junio de 2009

El anciano


El anciano

Por José Vasanta


En noches de luna llena Paco lucía sus mejores galas y pegaba cabriolas como nadie. Se iluminaba su rostro como un espejo en la negra oscuridad y se sentía un Orfeo amansando fieras en el bosque cotidiano, las que encontraba a su paso por los dispersos vericuetos por donde se deslizaba con la guitarra a cuestas, playas, supermercados o en el bar. De la esquina jugándose unas copas a las porras con algunos conocidos.

Era siempre una persona cabal pero de culillo de mal asiento, por lo que se movía más que un pez en alta mar, por eso el hecho de ausentarse de su domicilio a menudo por cuestiones de trabajo no le resultaba nada oneroso, sino que le abría el apetito, los sentidos y le despertaba una inusitada fruición por conocer y saborear los caldos, el pan tierno de los acontecimientos, innovando conductas u horadando brechas en los frentes más cerriles en su época de plenitud, aunque lo llevase a cabo a requerimiento de la clientela en el ejercicio de abogado del diablo o de oficio.

Ello le permitía alejarse de los meandros rutinarios, de las esferas pegajosas de costumbre y hacer la mar de kilómetros de incógnito viajando a toda pastilla, pernoctando durante ese tiempo en el apartamento que poseía en el litoral mediterráneo donde morían los embates de las olas, aviso a navegantes. En esas jornadas no se daba tregua y aprovechaba al máximo el tiempo para limar asperezas interiores, lavando el paño de las heridas y satisfaciendo las necesidades y caprichos.

Mientras devoraba leguas por la carretera no se saltaba los semáforos del cerebro, no ingería ni gota de alcohol por muchos compromisos que se le ofreciesen, y de paso intentaba alegrarse la existencia y llenar los pulmones de brisas nuevas -contactando con los puntos que más le alucinaban- llevando una vida sencilla, de auténtico anacoreta por los diversos escenarios que frecuentaba.

Sus argumentos se basaban únicamente en dos o tres principios, los mínimos exigibles para su intelecto cumpliéndolos al pie de la letra: un amigo en quien confiar, y sus hobbys favoritos, la práctica del tenis y el canto de la guitarra.

En consonancia con sus preferencias coleccionaba raquetas de ensueño, como si se tratase de un niño mimado por la familia con un arsenal de juguetes, provenientes lo mismo de países europeos que de allende los mares, las distancias nunca le amedrentaron, y para ello seguía la pista a los cabezas de serie, consiguiendo aquellas que más le fascinaban aunque calibrando en cada momento los distintos aspectos, bien la empuñadura o el tipo de red conforme al prestigio en el ranking internacional o por la calidad que encerraba.

Una vez saciada la vena deportiva, a renglón seguido se entregaba en cuerpo y alma a las veladas órficas, a los impulsos de la guitarra como un virtuoso, según apuntaban los más encendidos competidores, incluso los más allegados pese a la inquina montada en su contra, con esas hechuras cuando caía alguna en sus manos vibraba el ambiente de tal suerte que bailaba como un trompo hasta el gato que se tragó las raspas del pescadilla, cayendo durante la delectación en un profundo éxtasis al pulsar las cuerdas mediante el plectro con ágil pericia.

A veces se confundían el crujido de los huesos de Paco con la notas agudas del instrumento, lo cual le irisaba el ánimo como los rayos solares en los cristales de la ventana, y en tales casos no lo decía lo musitaba entre dientes pesaroso, ¡ojalá tenga suerte y me vaya antes de caer en el pozo, en un estado calamitoso de extrema dependencia y me tachen de anciano insonrible!

Cuando cruzaba el portal de la casa con el equipaje la familia repicaba las campanas respirando dichosa, como si le quitaran una pesada piedra del camino y se percibía en la oquedad de la casa un horizonte de alegría, inhalando aromas celestiales. Era obvio que los vientos familiares soplaban en otra dirección y apenas respetaban sus formas y aires vitales.

No era extraño oír por la escalera de la vivienda comentarios como:

-Es un desaborido – decía alguien soto vocee.

-Sería un castigo inmerecido, no quiero pensar que un día llegue a viejo y tenga que cargar con una persona anciana en mi hogar, lo que me faltaba, espero que Dios sea justo y se lo lleve a su santo reino antes, menuda cruz, y no te digo si quedara inválido en silla de ruedas, incapacitado para moverse, uuuf ¡qué horror!, Piliii, rápido, agua corre dame un trago de algo que me muero, por todos los santos del cielo, Virgen santísima del Perpetuo Socorro.- vociferaban los labios de Ángela.

La familia se frotaba las manos siempre que oteaba desde su atalaya la fuga, que vigilaban expectantes para dispararle de lleno por la espalda con las armas que guardaban en secreto detrás de la puerta junto al artilugio casero que utilizaban para acabar con moscas e insectos. Esperaban ansiosos como el perro a su amo sus salidas, y según transcurrían los años las reclamaban a voces con mayor urgencia.

Los viajes le daban aliento, formaban parte del sustento, era su modas vivendi, siendo ya algo muy normal en el entorno familiar, casi una necesidad, así que cuando traspasaba la puerta de la calle se afanaban todos en sus quehaceres propios con más ahínco si cabe y sin acordarse de él en absoluto, pese a no advertir el más mínimo eco de sus gruesas pisadas, el roce de las raquetas por entre las cortinas ni los suspiros de la guitarra que chocaban con los suyos, disminuyendo los decibelios a la hora del almuerzo o el zumbido de la cisterna al cruzar por el pasillo, desembocando en un descarado relajamiento de las normas de convivencia, yendo cada cual a su conveniencia, soltándose el pelo o acometiendo cuanto le venía en gana.

Los días se alargaban o acortaban como de costumbre según las estaciones, la vida sigue, y es raro que se repitan en su totalidad, ya que surgen inesperadas briznas en el horizonte que tumban lo anterior, aunque la mutación se disfrace y llegue en ciertos aspectos con caracteres casi imperceptibles.

La hora de la entrada triunfal de Paco en la mansión no sonaba en el reloj. Aquellas semanas se hacían soporíferas, eternas, en esos instantes todos con la oreja puesta en sus pisadas, a la espera del regreso.

Sin embargo la familia por otro lado dormitaba en el fondo tranquila en la sala de estar y elucubraba con distintas resoluciones hipotéticas, que acaso se le habría acumulado el trabajo, lo que serían unos chispazos de buena salud, sobre todo económica, lo que era un signo de regocijo y orgullo para todos, o que se hubiese presentado algún contratiempo en el viaje, pero sin que generase apenas ningún nerviosismo en el ambiente.

Se sucedían las noches y los días y seguían sin noticias, no sabían nada de su paradero, le telefonearon pero no daba señales de vida.

Al cabo de más de veinte días de lo acostumbrado la familia comenzó a moverse. Lo encontró la policía dentro del vehículo con el cuerpo embotado, la boca abierta y el corazón partío. El forense determinó el veredicto, un infarto había acabado con él a orillas de las tranquilas aguas mediterráneas donde tenía el refugio, y ésa fue su mayor frustración porque le hubiera encantado haber pernotado en su apartamento por los siglos de los siglos.

En este caso se cumplió a rajatabla el proverbio popular, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. La maltrecha viuda se quedó en la gloria de los justos, pero deseaba que no le saliese gratis el viaje al barquero de Caronte, y nada le impidió arrojarse a las llamas del averno para rescatar de sus garras al pobre Orfeo con su rico seguro de vida, lo que sin duda creía que le pertenecía, una suculenta suma de las finanzas del fallecido.

Se presentó a todos los programas basura de televisión como el que no hace la cosa y como un buitre carroñero fue picoteando por los distintos canales abriendo en canal el cuerpo y los secretos del difunto, haciendo valer los llantos y la pena que la embargaba, que vivía sumida en una tremenda depresión, que no probaba bocado desde que lo perdió ni dormía de noche ni de día y todo por mor del amor que sentía por él, y así a salto de mata sacar la entrañas al extinto si hiciera falta llevándose una buena tajada.

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