Las tres llaves
Por Lola Carmona
Aquel día Samuel no esperaba nada porque no había nada que lo esperara. Estaba en uno de los momentos más bajos de su existencia, en esos que todo se pone en contra y nos aprisiona dejándonos sin esperanza. Ensimismado en negros pensamientos caminaba cabizbajo por una calle oscura y solitaria cuando algo le llamó la atención, un bonito sobre dorado que. Enseguida algo dentro de su cerebro se movió, creo que le sorprendió un toque de ilusión. Cambiando el gesto lúgubre del rostro por una sonrisa lo recogió del suelo, mirando con recelo a su alrededor, por si alguien se lo quería arrebatar y lo abrió con bastante nerviosismo.
El sobre contenía una invitación para ir a una casa, no ponía nombre, sí una dirección e incluía 3 llaves. Una era antigua, grande y de hierro, otra era de las más normales en las casas actuales y la última era la más extraña de las tres, transparente, pequeña y sus dientes formaban pequeñas figuras difíciles de distinguir.
Inmediatamente traspuso en dirección a la casa y mientras caminaba se sumergió en todo tipo de lucubraciones que explicaran la invitación, razones, personajes y todo lo que rodeara a esta.
Cuando llegó vio una casa algo solitaria, al final de una calle y cerca de un parque olvidado por encontrarse lejos de todas partes. La casa tenía las ventanas cerradas y parecía estar deshabitada desde casi siempre. Llamó al timbre y nadie contestó por lo que sacando las llaves comprobó que la más normal abría la puerta así que con timidez la empujó hasta poder contemplar su interior.
La puerta daba a un gran salón con una escalera de mármol que le pareció darle la bienvenida. El habitáculo disponía de escasos muebles ya que sólo contaba con un pequeño escritorio, una librería y una enorme mesa con sillas alrededor. Como decoración algunos libros, una lámpara de cristal grande de techo y un cuadro que llenaba el espacio. El cuadro era un retrato de un hombre mayor con bigote y barba que te miraba muy serio desde todos lados. Samuel se acobardó ante su mirada.
Una vez reconstruido por dentro o ahuyentado su pavor decidió inspeccionar el resto de la casa; para ello, subió la escalera en busca de otras habitaciones. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar que la casa no disponía de más habitaciones que el salón y una buhardilla al final de la escalera con una puerta cerrada. Comprobó las llaves y descubrió que la de hierro era la adecuada así que con algo de sigilo y mucho miedo la abrió. Allí sólo había una cama muy vieja, un gran espejo y una ventana de madera que parecía romperse cuando quiso abrirla.
Algo no cuadraba allí. No había cuarto de baño, ni cocina, ni dormitorios, ni armarios… ni muchas de las cosas que consideramos fundamentales y que en aquella casa no aparecían por ningún lado.
Cansado como estaba, Samuel se echó en el camastro y fue cayendo en un sopor que dio paso a un profundo sueño donde se veía como dueño y señor de la casa. El salón empezó a llenarse de personas y objetos. Mas tarde cambiaba constantemente de forma, tamaño, color. ¡Parecía tener vida propia! En él surgían y desaparecían gran cantidad de objetos, personas y vivencias como si fueran parte ígnea de un volcán en ebullición. Todo parecía fluir entrelazándose sin orden y sentido para desaparecer dejando sitio a otras vivencias.
Samuel contemplaba el espectáculo mientras intentaba descubrir lo que allí surgía. Se sorprendió cuando encontró cosas que desde hacía mucho tiempo no había visto: el coche que le regaló su abuelo cuando cumplió 9 años, la chica que le gustaba en el instituto, las discusiones con sus padres y parejas, problemas personales, su situación económica… Entonces se dio cuenta de que eran sus recuerdos y él vio una gran cadena que los ataba a ellos. La cadena larga y con bifurcaciones se ramificaba por todos lados. Descubrió que en la parte alta estaba el coche que deseaba, mucho miedo se escondía debajo de la cama, encima el sexo más deseado, poder, reconocimiento, aplausos. Los colores eran mucho más nítidos y contrastados que los recuerdos pues en la buhardilla estaban sus ilusiones, sus miedos, sus esperanzas.
La cadena cada vez le pesaba más y no se le ocurría como quitársela hasta que se acordó de la 3ª llave, la más extraña. La buscó como pudo aunque tuvo que utilizar todas las retahílas que le enseñaron para poder encontrar los objetos perdidos. Sin saber cual fue la que le corresponde el mérito, la llave apareció. Lo malo es que no había cerradura en la cadena por lo que empezó a fijarse en las figuras que componían la llave. Encontró un hombre y al fijarse mucho reconoció que le recordaba a su padre así que girándola hacía donde estaba él notó como su imagen y la cadena que lo agarraba desaparecía. Para cada recuerdo tuvo que seguir los mismos pasos. Las ilusiones y los miedos se escapaban y escondían con rapidez por lo que no podía soltarlos, pero comprendió que estos se apoyaban en recuerdos por lo que poco a poco conforme estos desaparecían los otros se debilitaban también.
Al cabo del rato y con el trabajo terminado se acercó al espejo y comprobó bastante asustado que no era él, sino el anciano del cuadro. Había envejecido de repente 30 o 40 años. Cuando se volvió, la sala estaba vacía, sin cadenas y él se despertaba en aquella destartalada cama.
Cuando Samuel se levantó fue raudo al espejo pero no quedaba rastro del sueño. Él seguía siendo el de siempre salvo por una mirada algo extraña que le pareció percibir.
Bajó las escaleras y todo parecía estar como al principio. Su mirada descubrió el cuadro en el que no estaba el anciano pues ahora era su retrato.
Por Lola Carmona
Aquel día Samuel no esperaba nada porque no había nada que lo esperara. Estaba en uno de los momentos más bajos de su existencia, en esos que todo se pone en contra y nos aprisiona dejándonos sin esperanza. Ensimismado en negros pensamientos caminaba cabizbajo por una calle oscura y solitaria cuando algo le llamó la atención, un bonito sobre dorado que. Enseguida algo dentro de su cerebro se movió, creo que le sorprendió un toque de ilusión. Cambiando el gesto lúgubre del rostro por una sonrisa lo recogió del suelo, mirando con recelo a su alrededor, por si alguien se lo quería arrebatar y lo abrió con bastante nerviosismo.
El sobre contenía una invitación para ir a una casa, no ponía nombre, sí una dirección e incluía 3 llaves. Una era antigua, grande y de hierro, otra era de las más normales en las casas actuales y la última era la más extraña de las tres, transparente, pequeña y sus dientes formaban pequeñas figuras difíciles de distinguir.
Inmediatamente traspuso en dirección a la casa y mientras caminaba se sumergió en todo tipo de lucubraciones que explicaran la invitación, razones, personajes y todo lo que rodeara a esta.
Cuando llegó vio una casa algo solitaria, al final de una calle y cerca de un parque olvidado por encontrarse lejos de todas partes. La casa tenía las ventanas cerradas y parecía estar deshabitada desde casi siempre. Llamó al timbre y nadie contestó por lo que sacando las llaves comprobó que la más normal abría la puerta así que con timidez la empujó hasta poder contemplar su interior.
La puerta daba a un gran salón con una escalera de mármol que le pareció darle la bienvenida. El habitáculo disponía de escasos muebles ya que sólo contaba con un pequeño escritorio, una librería y una enorme mesa con sillas alrededor. Como decoración algunos libros, una lámpara de cristal grande de techo y un cuadro que llenaba el espacio. El cuadro era un retrato de un hombre mayor con bigote y barba que te miraba muy serio desde todos lados. Samuel se acobardó ante su mirada.
Una vez reconstruido por dentro o ahuyentado su pavor decidió inspeccionar el resto de la casa; para ello, subió la escalera en busca de otras habitaciones. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar que la casa no disponía de más habitaciones que el salón y una buhardilla al final de la escalera con una puerta cerrada. Comprobó las llaves y descubrió que la de hierro era la adecuada así que con algo de sigilo y mucho miedo la abrió. Allí sólo había una cama muy vieja, un gran espejo y una ventana de madera que parecía romperse cuando quiso abrirla.
Algo no cuadraba allí. No había cuarto de baño, ni cocina, ni dormitorios, ni armarios… ni muchas de las cosas que consideramos fundamentales y que en aquella casa no aparecían por ningún lado.
Cansado como estaba, Samuel se echó en el camastro y fue cayendo en un sopor que dio paso a un profundo sueño donde se veía como dueño y señor de la casa. El salón empezó a llenarse de personas y objetos. Mas tarde cambiaba constantemente de forma, tamaño, color. ¡Parecía tener vida propia! En él surgían y desaparecían gran cantidad de objetos, personas y vivencias como si fueran parte ígnea de un volcán en ebullición. Todo parecía fluir entrelazándose sin orden y sentido para desaparecer dejando sitio a otras vivencias.
Samuel contemplaba el espectáculo mientras intentaba descubrir lo que allí surgía. Se sorprendió cuando encontró cosas que desde hacía mucho tiempo no había visto: el coche que le regaló su abuelo cuando cumplió 9 años, la chica que le gustaba en el instituto, las discusiones con sus padres y parejas, problemas personales, su situación económica… Entonces se dio cuenta de que eran sus recuerdos y él vio una gran cadena que los ataba a ellos. La cadena larga y con bifurcaciones se ramificaba por todos lados. Descubrió que en la parte alta estaba el coche que deseaba, mucho miedo se escondía debajo de la cama, encima el sexo más deseado, poder, reconocimiento, aplausos. Los colores eran mucho más nítidos y contrastados que los recuerdos pues en la buhardilla estaban sus ilusiones, sus miedos, sus esperanzas.
La cadena cada vez le pesaba más y no se le ocurría como quitársela hasta que se acordó de la 3ª llave, la más extraña. La buscó como pudo aunque tuvo que utilizar todas las retahílas que le enseñaron para poder encontrar los objetos perdidos. Sin saber cual fue la que le corresponde el mérito, la llave apareció. Lo malo es que no había cerradura en la cadena por lo que empezó a fijarse en las figuras que componían la llave. Encontró un hombre y al fijarse mucho reconoció que le recordaba a su padre así que girándola hacía donde estaba él notó como su imagen y la cadena que lo agarraba desaparecía. Para cada recuerdo tuvo que seguir los mismos pasos. Las ilusiones y los miedos se escapaban y escondían con rapidez por lo que no podía soltarlos, pero comprendió que estos se apoyaban en recuerdos por lo que poco a poco conforme estos desaparecían los otros se debilitaban también.
Al cabo del rato y con el trabajo terminado se acercó al espejo y comprobó bastante asustado que no era él, sino el anciano del cuadro. Había envejecido de repente 30 o 40 años. Cuando se volvió, la sala estaba vacía, sin cadenas y él se despertaba en aquella destartalada cama.
Cuando Samuel se levantó fue raudo al espejo pero no quedaba rastro del sueño. Él seguía siendo el de siempre salvo por una mirada algo extraña que le pareció percibir.
Bajó las escaleras y todo parecía estar como al principio. Su mirada descubrió el cuadro en el que no estaba el anciano pues ahora era su retrato.
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