Aquel descubrimiento del siglo XXI de que el cerebro y la mente no eran más que una misma cosa exponenció el cambio. Para algunos la noticia fue un alivio. El libre albedrío y todas esas supersticiones habían quedado enterrados definitivamente. La mente se movía por pura respuesta a estímulos externos.
Otros, en cambio, recibieron la noticia como un jarro de agua fría. Sus programas mentales les habían condicionado a valorar en extremo sus capacidades egóticas, a menudo para salvaguardar su supervivencia. Habían estado sometidos a situaciones extremas en algún momento de sus vidas y, para la supervivencia de su cerebro lógico, para evitar perder el control racional, se habían refugiado en ideas idealizadas, supuestos fijos, que ahora les impedían adaptarse a la nueva situación. Sus cerebros se habían encallecido y esa rigidez resulto fatal para su supervivencia: los suicidios fueron masivos.
Algunos sobrevivieron gracias a la actuación apresurada de los psicocirujanos que sometieron sus cerebros a ondas magnéticas unidireccionales, mientras daban tiempo a la obtención de suficientes órganos cerebrales para su oportuno trasplante.
Los más adaptados comenzaron a crear proyectos de desarrollo en las nuevas circunstancias. Sus planes se basaban en la intuición, único recurso fiable: toda idea que hubiese necesitado más de un segundo para aparecer en su consciencia era inmediatamente desechada como inútil por contaminada. El tiempo les dio a razón, y, al cabo de pocas generaciones, la mente funcionó por sí misma, como el corazón y el resto de órganos vitales, dejando así que la vida se desarrollase con toda libertad.
Fue quizá este proceso evolutivo -aunque algunos no descartan alguna mutación genética provocada en el tiempo de la aún no explicada salida de Giclas de su orbita, la enana marrón a 50 años luz de