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lunes, 11 de mayo de 2009
Entre lineas
Por José Guerrero
Fructuoso se saltó la línea de la cordura y cayó en un estado afectivo lamentable, de intensa alteración, perdiendo el control de las emociones. Al cabo de un tiempo la fisonomía le fue cambiando, era otro. Se fue dejando la barba, la alimentación acostumbrada, incluso el trabajo, y se abandonó a su suerte.
No se arreglaba, y llegó a perder la línea tan esmerada que había conservado siempre, tanto en el comer como en el comportamiento con familiares y amigos. Comenzó a engordar, adquiriendo una obesidad mórbida. Se planteó el acudir a un cirujano para que lo interviniese, arrancando lo que hiciera falta. Estaba dispuesto a todo, no le agradaba la nueva imagen que tenía. Aunque pasó un período en que no le importaba, que le daba los mismo ocho que ochenta. Ahora, sin embargo, se encontraba atrapado en el quiero pero no puedo y se veía impedido para muchas labores, debido a la carga que transportaba a cada paso que daba sobre las maltrechas piernas. Quería quitarse unos sesenta kilos de golpe, lo tenía más que asumido, en algunas cuestiones era inflexible.
Un día se le apeteció darse un baño y se zambulló de cabeza en las saladas aguas del mediterráneo, al borde de las rocas.
Nada más contactar con el agua notó un incipiente hormigueo en la planta del pie, no era martes ni trece ni creía en esas zarandajas, pero hete aquí que de repente sintió como el roce de una roca, o algo que no podía precisar con exactitud que lo turbó en exceso en los inicios, entre el balanceo rítmico de las olas, aunque no le otorgó mucha trascendencia, calibrando que no era para tanto, hasta que se fue cerciorando con más certeza conforme se acercaba nadando a las rocas.
El percance fue en aumento, creciendo en intensidad, provocándole unas vibraciones galopantes y extrañas cada vez con mayor contundencia, y al verificar que no se detenían ahí, -pese a los diferentes ejercicios que puso en práctica aprendidos de cuando practicaba natación en sus años de mili con el duro monitor que le tocó en suerte-, sino que subían piernas arriba, extendiéndose como una corrosiva sombra por un vasto bosque como el que no hace la cosa, y seguía expandiéndose por los vericuetos de los principales miembros y extremidades del cuerpo. Eran unos calambres fuera de lo común, que no acertaba a explicarse, ni recordaba que le hubiese acontecido jamás desde que tenía uso de razón.
Son contratiempos que se atraviesan en el camino, pensó, y no se les encuentra fundamentos y suelen pasar desapercibidos en un primer término, pero que ya advertían de que la muerte le pisaba los talones, pues se quedaba varado en pleno oleaje de una mar embravecida, no lejos de las rocas, aunque expuesto a los mayores peligros, corrientes inesperadas, ataques por sorpresa de cualquier inquilino advenedizo, y sin bote salvavidas ni unos brotes de esperanza. No podía avanzar ni un milímetro, y a malas penas flotaba en aquella encerrona que se le había venido encima, moviendo como loco piernas y brazos, ya que se asfixiaba de forma galopante, permaneciendo inmovilizado en medio del juego marítimo, como si estuviese en una enorme balsa aislado en el desierto, mirando con rabia e impotencia hacia las rocas, como desvalido bebé a la madre, también inmóviles, que las ubicaba cada vez más en la lejanía, intentando con uñas y dientes caer lo antes posible en los brazos rocosos.
Pero cuál no sería su estupor cuando atisbó a su espalda, no muy distante de donde se encontraba, una descomunal sombra de algún cuerpo u objeto que, al sumergirse tal vez asustado, provocó un espectacular y malintencionado alboroto, en que las aguas pugnaban entre sí con todo el coraje del mundo, tirando cada una por su lado haciéndose añicos o moñeándose, como si quisieran llevarse el agua a su molino, en un bárbaro combate entre tribus rivales, con visos de un histérico tornado que no se avenía a razones, en un haz de colores confusos, entre verde-oscuro y reluciente añil, impulsado desde las hondas simas subacuáticas. Un desconocido producto expulsado por algún monstruo marino, que en esos momentos hubiese cruzado atemorizado por aquellos parajes, y hubiera defecado de súbito por necesidad, como protección por haber percibido ondas extrañas en las escamas y se sintiera preso de un ataque de pánico, o pretendiera tomarse la justicia por su mano, pensando siempre que el que da primero da dos veces, en caso de que algún osado salteador de caminos lo abordase.
Al ver las oscuras e intratables aguas, leía entre líneas casi sin darse cuenta varios guiones, que algo gordo podría estar maquinándose por aquellos contornos, si bien no quería creérselo, aunque le generaba no poco desasosiego. No concebía en su atolondrada cabeza las diferentes medidas ni rasgos fisonómicos del bicharraco que a lo mejor merodeaba por allí, y se cuestionaba con inquietud si sería un tiburón, o un gigante cachalote que se hubiese descolgado de los suyos por algún tirón muscular en alta mar, y bogara a la deriva.
Una gélida angustia se apoderó de él, y temía que lo quitaran del medio de un zarpazo, borrándolo del mapa en menos de lo que canta un gallo. Y ni corto ni perezoso exclamó con la moral por los suelos ¡santo cielos, qué susto más grande!, añadiendo a renglón seguido, ¡tierra trágame!
Por otra parte, tampoco le apetecía leer entre líneas los renglones verídicos de la historia de Moby Dick, cuando el viento aumentó hasta convertirse en un aullido. Los negros nubarrones chocaban como toros bravíos entre sí, y la tormenta de repente rugió, se partió en pedazos, y crepitó en torno a los que estaban presentes, como un fuego incendiario que arrasara los campos y vaciara balsas y lagos, arrastrándolo todo alocadamente al mal, a la perversión. Y todo se hizo de noche.
Se le obstruyeron los sentidos, perdiendo la dirección de la línea que se había trazado, cosa que nunca le había pasado por la imaginación, y todo por tirarse de cabeza en aquellas malignas aguas, que peinaban tan ariscas rocas, que se revolcaban prepotentes y envidiosas ante su presencia, como si las piedras pronunciaran frases al viento no muy cálidas aquella mañana gris. Era un recodo desconocido para él, algo retirado del punto de otras veces a donde solía acudir a bañarse los fines de semana, o en los puentes que construía en la empresa siempre que podía, a fin de huir de la rutina y de la guerra diaria.
Entonces ocurrió que la mar se oscureció de golpe, tan pronto como se zambulló en las frías aguas, y sin percatarse de los guiños envenenados que le lanzaban las gaviotas golpeando la superficie, como a traición, se fraguó un alevoso tifón que lo envolvió, hocicándolo en las sombrías profundidades, inyectándole la misma muerte en las venas, una claustrofobia que le impedía revolverse, respirar, durándole una eternidad. En tal estado le era imposible leer entra líneas rectas ni curvas y menos verticales. Perdió la verticalidad vital, y se le desvanecieron los cimientos de los pilares edificados. La obesidad mórbida acabó con Fructuoso, diluyéndose como minúsculas gotitas de agua en el inmenso mar.
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